LA TRAICIÓN
   Actualmente las Islas tienen una densidad de población muy baja. Las crecientes, la poca rentabilidad de la industria de la madera y otros factores han hecho que sus hijos emigren hacia los centros poblados buscando una seguridad que, desafortunadamente, tampoco allí han encontrado.
   Quedan unos pocos que conservan el espíritu de los o pioneros o –tal vez- están convencidos de que la ciudad y el siglo XXI no pueden darles un mejor pasar que la generosa naturaleza del Delta. Sea por un motivo u otro resisten a pie firme, escondidos de miradas indiscretas, llevando una vida monótona, tan sólo alterada por el cambio de las estaciones y las subidas y bajadas de las aguas. 
   Sea por un motivo u otro resisten a pie firme, escondidos de miradas indiscretas, llevando una vida monótona, tan sólo alterada por el cambio de las estaciones y las subidas y bajadas de las aguas. A veces acontece la llegada, o mejor dicho pasada de algún turista. Otras, las menos, se ven emocionados por esporádicos sucesos, cuyas narraciones navegan río abajo o río arriba según la voluntad de los camalotes o de aquellos personajes que los dan a conocer en voz baja pero en forma reiterativa ante quien quiera escucharlos.
   Esta temible combinación de pocos habitantes y escasez de relatos hace que todos estemos expuestos a ser –más temprano que tarde- los protagonistas de la conversación que sigue al amable saludo que tiene lugar en los muelles; luego que, el que llega, silencie su embarcación y el anfitrión ofrezca un mate mientras ladran los perros.
   Es así como me llegó la siguiente historia. En esta oportunidad omitiré apellidar a los protagonistas por ser el lugar del hecho una indiscreta habitación de esas que contienen cocina, mesas, sillas y todo otro tipo de muebles incluyendo la cama; que aquí -como en muchos otros lados-  sirve para dormir y otras actividades concernientes al amor.
   Pedro había salido en su pontón, se dirigía hacia “La Esquina”, confluencia del río Paranacito con el arroyo La Tinta, que es el corazón comercial, social y político del Delta Entrerriano. 
   Los asuntos que lo ocupaban no vienen al caso, pero es necesario saber que estos viajes suelen llevar un lapso considerable de tiempo a quien lo realiza: entre la navegación, los asuntos concretos y la charla tan esperada como demorada y tranquila; en la Isla podemos llegar a invertir hasta un día completo para la realización de unas simples compras.
   Decíamos que Pedro había salido en su pontón, lo hizo bien temprano, cuando el río aún estaba cubierto de una espesa bruma que acariciaba el agua. De vez en cuando una tararira azotaba furiosamente la superficie del agua tratando de dar caza a una inocente mojarrita.
   En el ranchito quedaba Silvia, su compañera, una morocha que al haber abandonado su primera juventud se había convertido en  una exuberante mujer que era la envidia de los vecinos. Tanto que su presencia había intensificado notoriamente el tránsito de embarcaciones frente al ranchito de la pareja en cuestión: cualquier excusa les resultaba buena a los solitarios para partir por el río siempre y cuando la trayectoria los llevara por aquellos lados.
   A Pedro ya no lo molestaba el aire fresco pegándole en el rostro, el sol calentaba las costas impulsando a una multitud de pájaros a pregonar su presencia. Algunos grandes camalotes  lo obligaban a aminorar su marcha para esquivarlos, a él no lo importunaba: cuando uno se desliza por estas aguas nunca está apurado, contemplar la majestuosa naturaleza es una obligación que nuestro ánimo nos impone.
   Silvia bajó hasta la orilla para lavar la ropa, acostumbraba a hacerlo sobre todo desde que su vanidad femenina la hizo descubrir que más de uno la saludaba con una atención especial. El remanso se fue llenando de espuma mientras el corazón de la lavandera se aceleraba al escuchar, encajonado entre los árboles el sonido de un motor. Sentía una gran curiosidad: ¿quién sería el apuesto navegante?
   Las casas se hallaban cada vez más cercas unas de otras, los muelles se sucedían con mayor frecuencia. Pedro debía levantar su mano o inclinar su cabeza en un saludo respetuoso casi continuamente. Todo esto le indicaba que su destino, Villa Paranacito, estaba cada vez más cerca.
   El pontón en cuestión llevaba a Alejandro, un hombre anciano de buena posición que ya tenía tantos años como cabezas de ganado, de esas que el ojo poco entrenado no alcanza a divisar en la espesura del monte. El buen hombre la saludó con amabilidad, a su edad casi sin la malicia de sus vecinos. Silvia correspondió el saludo con la misma deferencia, ya pasaría alguien más interesante para avivar su orgullo.
   Amarró su embarcación con cuidado en un gesto repetido a lo largo de tantas expediciones. Al descender evitó que el bote golpeara contra el murallón y a la vez maldijo por dentro al patrón de la lancha que provocara el oleaje. Ya en tierra firme –que en realidad sigue siendo isla, sólo que más poblada y comunicada con el mundo exterior con puentes- estiró las piernas. El sol que brillaba en lo alto iluminaba La Esquina.
   La mujer tendió la ropa mientras que la cocina económica hacía silbar la pava, tomaría unos mates antes de ordenar la única habitación de la vivienda, al no estar Pedro se arreglaría con lo que sobró de la cena: un guisado de nutria cazada el día anterior por la pericia del isleño cuyo cuero ya se secaba al sol. Tendría un rato para remolonear a la sombra de los casuarinos que bordeaban el arroyo.
   El hombre siguió con el ritual de las reverencias, algunas eran simplemente de compromiso, otros buenos días se prolongaban en un diálogo que tocaban todos los temas de interés: el estado de las plantaciones, el valor de la madera, las proyecciones sobre las alturas de los ríos, las últimas novedades de la política pueblerina sin omitir los resultados del último campeonato de fútbol y sus avatares como así también las noticias sociales de esas que no siempre publican los diarios de Gualeguaychú. 
   Lo que por esta zona acostumbramos llamar muelle es más bien un embarcadero: está confeccionado con varas de sauce que no superan los diez centímetros de diámetro, es la madera que se encuentra con facilidad y sin costo alguno, basta con quitar alguna de las varas con las que nos provee ese noble árbol. Es por eso que nuestros atracaderos difieren de los que suelen encontrarse en la zona de Tigre, no dan una imagen de gran solidez y carecen totalmente de colorido, pero resultan prácticos, fáciles de armar y baratos. Las correntadas, los embates de las embarcaciones y las tormentas le dan una cierta fragilidad que se manifiesta en una cierta curvatura impropia de las más ortodoxas reglas de construcción. Es por eso que los pasos de Silvia hicieron que las maderas emitieran un quejido cuando se sentó en la punta, con los pies descalzos colgando. Un cardumen de mojarras emprendió una rápida pero no muy larga huida.
   El hombre pasó por los almacenes para comprar las provisiones. Algo de yerba y azúcar, fideos, polenta, sal; ningún artículo de lujo. Las cosas le resultaban caras a sus flacos bolsillos. Por aquí todavía sabemos de las ventajas y desventajas de la libreta de compras, los de escasos recursos pueden comprar durante todo el mes, pero los precios aumentan al ritmo de la demora en el pago.
   El agua se estaba enfriando, la yerba se había lavado, pero se volvía a escuchar en el río el rumor lejano de un motor. Por eso Silvia no dejaba su lugar. Cuando vio asomar desde la curva del arroyo una canoa isleña de vivos, pero descascarados, colores azul y amarillo su corazón dio un salto: se trataba de Sebastián. Aquel joven era un buen amigo de Pedro, se habían criado prácticamente juntos, porque cuando los posibles compañeros de aventuras infantiles son escasos nadie mira las diferencias de edades. Aquella  vieja amistad le había abierto las puertas de la casa, cosa poco frecuente porque Pedro, como todos los isleños, era un hombre sencillo pero no tonto.
   Partió desde la gran defensa de cemento que caracteriza la costanera de la avenida Entre Ríos junto con esos grandes lanchones grises y verdes que diariamente llenan a Paranacito de blancos guardapolvos. Desde la costa se oían las plateadas voces de los estudiantes que bromeaban y saludaban  a todo lo que se moviera en la orilla y en el río. Le faltaban unas dos horas para llegar a su humilde vivienda. Hacía calor y el reflejo de Febo lo obligaba a entrecerrar los ojos. 
   De un ágil salto se depositó en la costa al tiempo que preguntaba por Pedro. Sebastián sabía muy bien que Pedro no estaba porque su lanchita no estaba amarrada en los viejos raigones, protegida por los sauces, como solía hacerlo su amigo. No lo sorprendió el afectuoso recibimiento de Silvia. Siempre hubo algo secreto entre ellos que presagiaba el desenlace de los hechos que se avecinaba.
   Durante el regreso tomó de la bolsa de las compras un pedazo de galleta para calmar el hambre. Cada tanto llenaba un jarro con agua del río y bebía o se mojaba la cabeza. Le preocupaba el ruido del motorcito pues no era lo acompasado y rítmico que siempre fue. Más tarde lo desarmaría. En la Isla, por fuerza, todos nos hacemos un poco mecánicos, carpinteros, albañiles…
   Dios perdonaría la traición a su amigo. Cuidar de aquella plantación era el único trabajo que pudo conseguir. Pero eso lo alejaba de su casa, del pueblo, de los bailes; de los pocos sitios donde un hombre puede hallar una buena mujer que lo acompañe en la vida y en la formación de la familia. Secretamente le había envidiado a Pedro la prenda que le aliviaba la soledad. Por eso no dejó pasar la oportunidad. Silvia no opuso resistencia, se sabía deseada, se sentía la Reina del Arroyo.
   Pof, pof, pof, pof, puf… pof, pof, pof, puf… pof, puf, pufffff…  Ni una queja salió de sus labios. Ni una queja salió de sus labios, en la Isla no hay apuros, no hay horarios. Pero Pedro, está dicho, no era tonto por eso le molestó no poder seguir su viaje.  Estudió rápidamente la situación y comprendió que no podría darle solución con los elementos que tenía a bordo. Cuando un isleño debe emprender cualquier tipo de tarea lenta, monótona y engorrosa la emprende con calma y constancia. Si alguien pregunta por su dificultad responde con una frase que es casi una plegaria: “hay que hacerlo”. Y con eso remata toda explicación y arremete metódicamente hasta terminarla, sea lo que sea. Decidió aprovechar la correntada que aún le era favorable y comenzó a remar con la parsimonia y persistencia que sólo he visto en los remeros que saben de largas travesías.
   Mientras los traidores consumaban su felonía. No importaba el calor que los hacía sudar copiosamente. No importaban los tábanos, que interrumpían por momentos sus caricias. No importaban sus conciencias acalladas por los zumbidos chillones de las cigarras y los cantos estridentes de los benteveos.
   Llegó remando a su ranchada, el bote del amigo amarrado, las maderas de la casita crujiendo bajo las sacudidas del amor, los gemidos entremezclados con el silencio ruidoso propio del delta, todo lo hizo comprender en un instante la situación.
   Sebastián y Silvia no lo oyeron llegar. Cuando Pedro empujó las tablas clavadas que hacían las veces de puerta ellos estaban llegando al momento culminante: la joven movía sus piernas en el aire, las trababa en los hombros de su amante que se sacudía, bufaba y transpiraba en medio de bruscos y frenéticos movimientos.
   La sombra de Pedro recortada a contraluz hizo que cesaran en su acción. El mundo entero se detuvo por instante.
   Sorprendidos, esperaban la reacción del engañado. Por las mentes de los tres merodeaba la imagen de una tragedia. 
   Pero Pedro, que no era tonto, supo que en esos parajes sería difícil conseguir otra mujer, otro amigo…
   Y fue entonces que surgió de su garganta un grito, emitido con voz nasal y gutural, casi atragantado por la emoción y la sorpresa: 
  ¡Aflojale, che, que me la vas a lastimar!
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