El pueblo de los locos lindos.
   Aunque no me destaco por competir con los gallos esta semana me vengo levantando más temprano. Tengo muchas cosas que preparar: quiero que la casa esté linda, lo mejor presentada que se pueda.  Cortamos el pasto, fuimos a buscar a Don Justo para que pase la bordeadora, sacamos los camalotes de la costa, hicimos una limpieza más profunda de lo habitual.
   En el camino a Paranacito me crucé con la máquina de Vialidad. Estaba emparejando el camino con especial cuidado; me dio la impresión que hasta le estaba dando una doble pasada.
   No acostumbro andar rápido en el auto, menos por la mañana, porque el viaje al pueblo es un paseo: los pájaros se cruzan, flota un olor a rocío y a primavera estallando que impresiona. Pero hoy vi cosas distintas, la mayoría de los vecinos estaban tan atareados emprolijando sus viviendas como yo. 
   Al llegar a la zona más poblada me pareció encontrarme en un hormiguero recién pateado: había un movimiento asombroso.  Sin perder la calma de todos los días, todos se afanaban en misiones fundamentales, las cuales llevaban una importancia especial.
   Los comerciantes habían quitado de las vidrieras las ofertas especiales cambiándolas por maquetas con motivos isleños hechas por los gurises de la escuela. 
   En los talleres hoy no se arreglaban autos: todos los mecánicos soldaban armazones de hierro de construcción rodeados de adolescentes.  Los colegios secundarios estaban casi vacíos: los chicos y chicas preparaban grandes baldes de engrudo con los que forraban esas armazones. 
  En ninguna de las dos ferreterías estaban los “arregladores de cosas” comprando tornillos sino que esos mismos chicos –que parecían brotar desde el suelo- salían con pinceles, pinturas y otros elementos para decorar.
   En la plaza los obreros municipales competían con las cortadoras de césped en una carrera de obstáculos donde las vallas eran sus propios compañeros que arreglaban los canteros.
   Jorge, el Bochi y Sopa se la habían agarrado con el Edificio de la biblioteca y se empeñaban en bañarlo de pintura uno en el techo, otro en las paredes y el tercero a ras del piso.
   A Peñita, el empleado municipal que nunca dejó de ser el primero de la fila por su corta estatura, le habían conseguido una escalera doble hoja para que pintara de blanco el cordón de la vereda.
   María, la señora de la verdulería cuya otra ocupación es maestra de música (¿o es al revés?), en lugar de vender papas y cebollas les daba a los pibes las bolsas vacías que –presurosas- pasaban a ser parte de aquellas extrañas estructuras a las que los chicos y chicas iban dando formas alegóricas.
   Los policías no vigilaban, con la excepción de los que por ley deben cuidar los dineros del banco, ellos usaban sus camionetas para aportar materiales a las figuras alegóricas que ellos también gestaban.
   En el río, porque Villa Paranacito no es un pueblo que “tiene” río; sino que su esencia  y su alma es y está en los arroyos del delta del Paraná; no había pontones ni canoas: habían sido decomisados por clamor popular para formar la base de aquellos inmensos monigotes de los que les hablé.
   Ramona hoy no vende el diario del día: regala aquellos diarios que fueron encargados hace meses y quedaron sin retirar por motivos desconocidos. A los industriosos pibes nada les alcanza.
   En el Corazón del Delta hoy ninguna costurera cambia cierres ni remienda ropa gastada; ellas se empeñan en hacer los vestidos que lucirán las bellezas del pueblo mientras compiten por ser la más linda de la Isla.
   Los aserraderos, verdadero corazón de la economía isleña, en estos días no venden las tablas. Mas bien aceptan resignados el saqueo pacífico de sus frutos los cuales pasan a formar parte de naves alegóricas nacidas del ingenio popular. Otras planchas de madera se convertirán en puestitos que –armados por las Cooperadoras de Escuelas y otras Instituciones-  recaudarán unos pesos para sus flacos bolsillos.
   Esos personajes, que nunca faltan en los pueblos, que viven del aire, la conversación y los mates convidados funcionan de vigías. Otean el horizonte para frenar a las nubes que se atrevan a empañar tanto empeño y dedicación general.
   Pero que le pasa a Paranacito ¿sus habitantes han contraído una rara enfermedad? ¿Es que no hay lugar para discutir las zonceras de siempre? ¿Es que nos hemos olvidado de  alimentar las eternas enemistades cuyo nacimiento nadie recuerda con precisión?
   No. El sábado es la fiesta de las Carrozas Náuticas. El desfile de preciosas naves que nuestros estudiantes armar con más cariño y tradición que perfección técnica. A veces llegan a la decena. Otra no alcanzan porque son más las ganas que la cantidad de obreros.
   Pero ¡Qué fiesta popular! ¡Qué festejo nos regalamos nosotros mismos todos los años!
   El sábado llegarán cuantiosos visitantes. Algunos parientes desterrados aprovecharán para visitar a sus familiares. Disfrutarán del Desfile de Carrozas por el río: barcazas y pontones que por una noche  abandonan su destino de camalotes y se convierten en Naves con Mensaje Alegórico.
   El sábado cerraremos al tránsito de los autos –que nunca es mucho-  la avenida costanera para convertirla en un palco preferencial hacia las aguas. El humo de los choripanes nos empañará la vista.  Algunos yates de paseo surcarán nuestras aguas para rendir honores a los bajeles de los estudiantes. 
   Más tarde, en el Club, bailaremos hasta que las plantas de los pies se incendien con los ritmos populares. Una niña será declarada Reina por un año mientras las princesas buscarán consuelo en los muchachos que comandaron los galeones disfrazados. Algún grupo se alzará con el efectivo y el honor del primer premio. Los otros equipos gastarán su magra recompensa en un asado posterior.
   Pero les juro,  amigos, que el verdadero espectáculo no es el segundo sábado de noviembre (si no llueve) sino el de los días previos. 
   Allí podrán ver a unos locos lindos trabajar unidos, como hermanos, días y días para que la Capital de las Carrozas Náuticas brille hermosa, como nunca, en el río y en sus hijos más jóvenes. 
   Y ese, querido lector, es EL ESPÍRITU DE LA ISLA HECHO CARROZA.
Juano.
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